Si hubiera que elegir una imagen de la modernidad arquitectónica mexicana, no pocos señalarían las Torres de Ciudad Satélite (1957), un grupo escultórico de cinco moles verticales de cemento coloreado, con alturas entre 37 y 57 metros concebidas como imagen de los nuevos barrios residenciales de la capital mexicana. Creadas en colaboración con el arquitecto Luis Barragán (Premio Pritzker en 1980), la obra es una de las más representativas del artista germano-mexicano Mathias Goeritz (Danzing, 1915-México DF, 1990), padre de la Arquitectura Emocional, protagonista de la monumental retrospectiva El retorno de la serpiente: doscientas obras (dibujos, bocetos, maquetas, fotografías, esculturas y cuadros sobre tabla) distribuidas en seis salas, que el Museo Nacional Reina Sofía, de Madrid, le dedica desde el miércoles 12 hasta el 13 de abril. La exposición viajará después al Palacio de Cultura Benamex, en México DF (27 de mayo de 2015) y al Museo Amparo, en Puebla (24 de octubre).
Agitador y estratega cultural ante todo, la huella de la obra de Goeritz en el México más moderno es tan extensa como sus creaciones. Convencido de que era necesario crear piezas, espacios y objetos que despertaran la máxima emoción, el arte público monumental consiguió allí una presencia de tal calado que sus intervenciones son consideradas como esenciales en la renovación vivida durante la década de 1950, y, todo ello, en medio del rechazo de los artistas que seguían defendiendo el realismo y el muralismo como la única manera legítima de la expresión artística.
Francisco Reyes Palma, historiador y crítico, comisario de la muestra, lo define como un artista a quien se le puede considerar un precursor o un asimilador, pero al que nadie le puede negar su papel de transformador.
La gigantesca serpiente, la pieza que da título y envuelve toda la exposición, una escultura de cartón ensamblado pintada de negro, de 11,5 metros de largo por 9,5 metros de alto es un perfecto arranque para el viaje por el universo de Mathias Goeritz. La serpiente, llamada Ataque, fue creada para ocupar el patio central de su proyecto más ambicioso, el Museo Experimental El Eco (1952-1953), en el cual se define toda su producción posterior. Goeritz hace convivir medios tan diversos como pintura, escultura, diseño de muebles y arquitectura con obras de artistas tan dispares como Germán Cueto, Henry Moore o Carlos Mérida. Para sí mismo se reserva la realización de un poema visual monumental y sin precedente hasta entonces en el mundo artístico, asegura el comisario, sobre la cara posterior de un muro monocromático. “Conocedor del poder del uso de la luz con fines simbólicos y expresionistas”, explica Reyes Palma, “como había ejemplificado el cine alemán de entre guerras, el día de la inauguración, Goeritz presentó el primer mural cinético y efímero del país, configurado a partir de las sombras agigantadas de los asistentes”. El Eco quiso ser una obra-museo de confluencia de las artes, de esparcimiento y de espectáculo, pero la muerte temprana del empresario y mecenas Daniel Mont frenó el desarrollo del proyecto. El artista no se amilanó y transformó la obra en una especie de Cabaret Voltaire, la cuna del Dadá suizo que tanto admiraba a la vez que se entregaba a la creación de objetos y proyectos como clavos, cruces, vitrales (suyos son los de la nave central de la catedral del DF) y toda clase de experimentos conectados con la escena internacional.
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