11
ago
2015

Azorín se va, pero yo continúo el viaje. El viaje de don Quijote no se termina nunca, ni siquiera se sabe por dónde va realmente. Innumerables y eternas han sido las discusiones que sobre ello han tenido los cervantistas, unos diciendo que si don Quijote fue por aquí o por allá y otros diciendo lo contrario, sin que ninguno de ellos tenga la razón del todo. Y es que Cervantes en su novela no hace una geografía real, sino lo que mi amigo Pedro García Martín, historiador y coleccionista de objetos relacionados con El Quijote (posavasos, carteles, cromos, sellos, vitolas) llama una geopoética, esto es, una representación de la geografía intervenida por la literatura.
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En la segunda salida de don Quijote, por ejemplo, la geopoética se impone a la geografía hasta tal extremo que pocos son los datos que Cervantes da a los lectores de su novela, tanto que se limitan prácticamente a dos frases: “Tornaron a su comenzado camino de Puerto Lápice (tras la aventura de los molinos de viento) y a obra de las tres del día le descubrieron” y —después de días andando hacia el sur, se supone, en los que le sucedieron varias aventuras más— “se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba”. Así, sin más: “por una parte de Sierra Morena” ¿Pero qué parte de Sierra Morena? ¿La oriental, que cruzaba el camino real de Granada por el antiguo puerto del Muradal (aún no existía el de Despeñaperros), o la occidental del valle de Alcudia, que cruzaba el que iba a Sevilla y que Cervantes anduvo tantas veces? Nadie se pone de acuerdo en el tema (hay argumentos para defender los dos itinerarios como ciertos), así que yo, tras dudar durante varios días y consciente de que tome la decisión que tome va a ser contestada por algún lector, tiro una moneda al aire (hablo figuradamente) y me voy hacia el camino de la Plata, o sea, el de Sevilla, que es el itinerario que defienden dos cervantistas tan reputados como Agostini y Astrana Marín y el que dibujó el geógrafo Tomás López siguiendo las observaciones del capitán de ingenieros José de Hermosilla en la edición del Quijote de la Real Academia Española de 1780. Por algún sitio tenía que ir.

Y no he elegido mal, barrunto desde el principio. Pues, tras dejar atrás Puerto Lápice y el pueblo de Las Labores, que sigue siendo de San Juan, en seguida empiezo a ver a lo lejos los reflejos de las Tablas de Daimiel. Aunque antes, cerca de Villarrubia de los Ojos, pueblo famoso por su singularidad hidrológica, asisto al prodigioso fenómeno que estudié en el colegio siendo adolescente sin entenderlo nunca muy bien: el nacimiento o renacimiento del río Guadiana después de kilómetros desaparecido. Un grupo de manantiales, algunos secos y otros con agua, son los ojos por los que el río vuelve a ver la luz del mundo en medio de una llanura en la que el sol ciega, de tan intenso. Como exclamó don Quijote tras regresar de la cueva de Montesinos: “¡Oh lloroso Guadiana, y vosotras sin dicha hijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que lloraron vuestros hermosos ojos!”.

En el camino hacia Fuente el Fresno, el primer pueblo de Ciudad Real que el de la Plata se encuentra viniendo desde Toledo, el Guadiana va creciendo por mi izquierda alimentado por los arroyos que bajan de los Montes de Toledo, que por aquí alcanzan los 1.200 metros de altitud, 600 más que los de la llanura sobre la que se elevan. Oculto en medio de ellos, a mitad de camino entre Villarrubia y Fuente el Fresno, el santuario de la Virgen de la Sierra se encarama como un nido sobre ellos al abrigo de un hondón y de un manantial de agua famoso en toda la comarca. Así lo dice el santero, que está sentado a su lado de charla con unos amigos de Villarrubia, de donde es él también según dice, que han venido a coger agua de la fuente.

—Fíjese si será buena este agua que había quien la llevaba en garrafas para venderla. Tuvimos que poner un límite— se enorgullece el santero, que ocupa el puesto desde hace tiempo, pero que aún no ha llegado a santo.

—De santero a santo hay un cacho— bromea uno de sus amigos, al que se le ve feliz contemplando el paisaje desde aquí arriba.

Y no es para menos. Desde el muro que rodea al santuario, al que de cuando en cuando la gente sigue llegando en coches a coger agua o a visitar a la Virgen de la Sierra, que está en una capillita al final del claustro o patio de venta que la antecede, la gran llanura de Ciudad Real se extiende como una lámina en la que espejean en primer plano las Tablas de Daimiel y el retorcido hilo del río Guadiana, que avanza con dificultad, tal es la horizontalidad de aquélla.

El Pais

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