10
set
2013

Dos caníbales se acechan en la noche. Para cuando Rafael Nadal celebra 6-2, 3-6, 6-4 y 6-1 sobre el serbio Novak Djokovic su decimotercer grande, Nueva York ha visto un pulso nacido en lo más profundo del corazón de dos tenistas tremendos. Se pelea por cada bocanada de aire, por cada centímetro de pista, por que cada gota de sudor reporte réditos solo a cambio de rendir antes el tributo del esfuerzo agónico. Los dos mejores tenistas del planeta dejan tiros antológicos, pero sobre todo escriben un poema al deseo, al hambre, al largo aliento. Nadal pega primero y suma la primera manga. Nole recupera la desventaja y parece despedazarle de zarpazo en mordisco. Finalmente, el español se impone porque es capaz de levantar en el tercer set un 0-40 que destruye el cerebro del mejor tenista del planeta. Él, que tiene tantas cicatrices, levanta una Copa que le retrata como el mejor del curso, le fotografía como el campeón que ha perdido menos veces el saque en la historia del torneo (cuatro) y le corona como un tenista único e inimitable.

“Ha sido todo muy emotivo, mi equipo sabe lo que significa este partido para mí”, dice Nadal todavía sobre la pista. “Posiblemente nadie saca este nivel de mi como Novak”

Así se llega hasta ese punto. Djokovic juega con la facilidad de los elegidos. Olvidado el borrón de la primera manga, cada pelota que toca es un puñal en las defensas de Nadal. No hay nada forzado en sus gestos, ningún esfuerzo aparente, solo sutil coordinación, perfección en movimiento. De su raqueta solo brotan malas noticias para el español, que no encuentra guarida en el servicio, reposo en el juego de fondo ni fonda en la red. Por momentos, da igual donde Nadal cite a Djokovic, porque Djokovic se impone a Nadal en todo. Sus restos abren heridas en el juego del español. Sus voleas cierran contraataques que parecen triunfales. Sus piernas, sus pulmones y su cabeza son capaces de dominar intercambios extenuantes, como el que le da el primer break a su favor del partido, con 54 impresionantes tiros el más largo del torneo.

Nadal, en cualquier caso, es perro viejo. Sabe que la perfección no es eterna, que las musas son esquivas y traicioneras, que hasta el mejor pintor tiene que descansar de vez en cuando para luego seguir con su trabajo. De ninguna parte, vuelve al partido. Djokovic, que tiene bola de break para ponerse 0-3 en la tercera manga y soñar con firmar el 4-0 con su saque, se ve de repente 4-3 abajo. Del encuentro que ya siente como suyo, grácil poeta de afilada pluma, se encuentra en una auténtica guerra.

Suena Safe and Sound, de los Capital Cities, diciendo que todo es posible, que el optimismo puede cambiar el mundo. Y Nadal quiere, aprieta y tiene la fe de los que creen que se puede andar sobre el agua: con 4-4, levanta un 0-40 que habría dejado a Nole sacando por el tercer set. Ruge la grada. Brama el público. Nadal, que en ese juego se trastabilla y se cae al suelo, calla. Él ya está en el siguiente paso. Él ya está en su labor de destrucción impasible sobre la mente de un campeón digno del número uno: Nole no solo pierde ese 0-40, sino que inmediatamente cede el saque y el set en un juego que dominaba 30-0. Impresionante: desde la bola de break para 0-3 a favor de Nole, el español suma ocho de nueve juegos y se pone set y break arriba en la cuarta manga.

El mallorquín empieza dominando el duelo con su derecha paralela y lo acaba peleando con su cabeza, su corazón, con cada molécula de su cuerpo. Tira con todo. Una y otra vez le dice a Nole que no, que hoy no, que nunca se dará por vencido. Una y otra vez encuentra un salvavidas al que agarrarse, tiene la decisión, la voluntad y la clase de los grandes, confunde al número uno hasta enmarañarle en 53 errores no forzados por los 20 propios. El serbio, que es el mejor restador del planeta, uno que tira bombas con un simple toque de muñeca, se despide en la noche con un terrible tres de once en bolas de rotura. Las matemáticas aun no lo dicen, porque su contrario aún debe llegar a semifinales de Pekín para asegurarlo, pero el número uno ya no es suyo: por méritos propios, su dueño es Rafael Nadal Parera.


El Pais

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