Brasil es la séptima potencia económica del Planeta, pero aún ocho millones de ciudadanos no tienen retrete y otros tantos carecen hasta de casa.
Como escribe Agostinho Vieira en su columna Economía Verde del diario O Globo, esos ocho millones de brasileños sin baño “hacen sus necesidades básicas donde Dios quiere y la vergüenza lo permite”.
Entre esos millones de ciudadanos que, según datos de Unicef, tienen que hacer sus necesidades donde pueden y a veces no deberían, se encuentran casi medio millón de niños en la región seca del Nordeste pobre, que no disponen de retrete en las escuelas, lo que hace que aumente gravemente la ausencia de ellos a las clases.
Según Vieira esos datos pueden ser en realidad mucho más altos ya que ellos reflejan el Brasil legal, pero no el real que es aún peor.En ese cálculo, por ejemplo, no están comprendidas las favelas.
El tema de la higiene familiar, de los desagües, de los alcantarillados, de todo ese mundo “bajo tierra” que nunca interesa demasiado a los políticos porque se trata de obras y presupuestos caros que “no dan votos”, es una de las mayores lagunas de este país rico en todo, menos en infraestructuras.
Este aspedcto de la higiene familiar, tan relacionada con el aumento de algunas enfermedades como el cólera, la diarrea o el tifus, estuvo parado prácticamente desde los tiempos en que gobernaron los militares.
Sólo en 2007, bajo la presidencia del exsindicalista Lula da Silva, fue aprobada una ley que preveía la creación de un Plano Nacional de Saneamiento Básico y sólo ahora, ocho años después la actual Presidenta Dilma Rousseff lo acaba de poner en marcha, con un presupuesto de 508.000 millones de reales (250.000 millones de dólares).
El cálculo que hacen los especialistas es que dado que el gasto en este campo ha sido de unos 8.000 millones anuales, para que todos los brasileños puedan llegar a tener retrete, serán aún necesarios 60 años más.
Un dato que indica la modernidad en la creación de estructuras destinadas a sanear las necesidades básicas de higiene, lo constituye la pérdida de aguas que en Brasil es de un 40%, mientras en Europa es de un 15% y en Japón de un 5%.
Todo ello tiene mucho que ver con las prioridades que los políticos dan a las obras públicas, donde siempre tienen preferencia aquellas que dan más a la vista, que aparecen más y atraen votos. Las que corren bajo tierra y ni pueden ser fotografiadas, se van quedando, juntos con las leyes ya aprobadas, en el fondo de los armarios de la burocracia.
Recuerdo, al respecto, una excepción que tuvo lugar en Roma, la primera vez que fue nombrado alcalde de la ciudad no un político si no un famoso crítico de arte, Giulio Carlo Argán, miembro de honor de la Academia Americana de Arte y Ciencias.
Roma es una ciudad milenaria. Su subsuelo está agujereado. Son varias ciudades construidas a lo largo de los siglos una encima de otra. Y el drama era que por falta de alcantarillados, cada vez que llegaban las lluvias, la capital del Orbe, se inundaba convirtiendo en un martirio el poder pasear por sus calles.
Llegó Argán y todos pensaron que el intelectual y artista iba a añadir aún más bellezas externas a la ciudad que ya es un museo. No lo hizo. Se limitó a trabajar bajo tierra, en obras invisibles pero que resolvieron en buena parte una pesadilla de la gente. Fue alcalde sólo tres años (1976-1979) y le bastaron para dejar huella y fama.
¿Es posible que tenga que ser, a veces, un no político el que tenga sensibilidad suficiente para entender que ofrecer un retrete o agua corriente a una familia o alcantarillado a una ciudad, es mucho más importante y más digno que facilitarle con ayudas estatales la compra de un coche popular o de una televisión de plasma o levantar una estatua en una plaza?
El Pais