13
fev
2014

Cuando Gabriel Velázquez (Salamanca, 1968) acabó Iceberg, sintió que le faltaba algo. Así que tras el recorrido festivalero —con paradas destacadas en Gijón y Róterdam— pensó: “Voy a hacer otra película”. Y ahonda: “Podía cerrar mi trilogía sobre la familia, que arranqué en Amateurs, podía rodar en menos tiempo —he hecho Ärtico en tan solo dos semanas—, quería resucitar algo del cine quinqui de los ochenta, que me marcó tanto”. Volvió a dos personajes secundarios que aparecían en Iceberg, los dos malotes, escogió a otras dos chicas —como es habitual en Velázquez, ha cogido personas que nunca había actuado, cercanas en experiencias a sus personajes—. “Y empecé a escribir con Manuel García, Blanca Torres y Carlos Unamuno, el bisnieto de Miguel”.

Ärtico habla de adolescentes con hijos, de chavales que sienten cómo sus vidas se hunden sin trabajo, sin salidas económicas, que esos críos les van a lastrar. Y no en un ambiente urbano, sino en la España rural, profunda, la de Castilla-León y Extremadura, que el cineasta conoce bien. Sí, parece una película estadounidense de drogatas sin opciones. Sí, también ocurre en España. “Investigué mucho sobre bebés abandonados, sobre recién nacidos arrojados a ríos. Claro que existe. Y aumentará con la nueva ley del aborto. Que esperamos de alguien que tiene un hijo que no quiere: pues dos desgraciados. Tienes 17 años, te quieres comer el mundo y un crío es el último de los planes”.

Velázquez no abandona su estilo, planos largos, diálogos apenas audibles porque importan más los gestos, los movimientos, que la palabra. “Aprendí mucho de Iceberg, y sabía hasta dónde podía llegar. Cámara quieta, rodaje en digital y los zoom se realizaron posteriormente: es la ventaja del digital”. Y sin embargo, Ärtico en ningún momento parece una película necesitada de presupuesto, sino que destila verdad. “He contado todo lo que quería. Me gustaba reflexionar sobre cómo la familia se pierde, o al menos no es tan fundamental como hace 30 años. Y sin embargo… estos chavales sin educación, sin familias que les aten y les reconduzcan, se pierden. No hay núcleo, no hay lazos, hay descarriamiento. Esto irá a peor con los recortes en educación, con las nuevas políticas sociales”. De fondo, el habitual cuidado musical del director, su uso del folclore de su tierra marca el tempo de la narración: contundencia visual y sonora, que remata con una hermosa imagen final —mejor no desvelarla— que lleva al espectador de vuelta a la primera secuencia, un montón de palomas que salen despavoridas de su palomar.

Velázquez disfruta como un niño con su presencia en Berlín. “Me gusta estar en una sección como Generation, destinada a filmes sobre la juventud, con títulos de todo tamaño y país, y a la vez que te pone el sello del oso en tu trabajo. Ahora estoy viendo a qué festivales voy a ir, porque he recibido varias ofertas gracias a participar aquí. Puede que nunca sea finalista en los Goya, a cambio mi película se proyectará por todo el mundo, en los sitios en los que debe de estar”.

El Pais

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