El flujo de gente que, delante del féretro de Di Stéfano, pasaba, saludaba, sonreía, se persignaba o se inclinaba, solo era interrumpido por la irrupción de alguna figura estelar en el vestíbulo del Bernabéu. A algunos se les iluminaba la cara al ver pasar a Sergio Ramos, otros mostraban un gesto nostálgico al ver a Amancio. Todos, sin excepción, conocidos o anónimos, tenían palabras para la figura del maestro. “Yo personalmente siento que una parte de mí se marcha con su figura”, se lamentaba Butragueño. “Te dejaba con la boca abierta por su forma de ver el fútbol. Cuando le veías en el campo, te hacías pequeño”, contaba Camacho, que fue jugador cuando Don Alfredo entrenaba.
Enfrente del féretro, cubierto por una bandera del Madrid, la gente miraba y fotografiaba las relucientes cinco copas de Europa, la liga y el súper balón de oro, que Di Stéfano consiguió en 1989. Trofeos acompañados de una camiseta con la que jugó, que hoy parece de pijama, y unas botas negras, ahora de cuero endurecido. Delante de esos tesoros fueron pasando leyendas del fútbol. “En momentos así nos damos cuenta de que somos una familia. Y se nos ha ido el hermano mayor, porque el padre fue Bernabéu, que también murió durante un Mundial en 1978”, recordaba Pirri. “Dio el cambio hacia el jugador total. Es la bandera del Madrid, de sus valores y su grandeza”, sentenciaba Hierro.
No solo había representantes del mundo del fútbol. “Es uno de los que ha puesto no una piedra, sino muchas para que este club sea lo que es y represente lo que represente”, contaba Fernando Romay. También los actuales capitanes del Madrid acudieron a la cita. “Su dedicación debe servirnos como ejemplo. El cabezazo de la Décima fue también su espíritu”, confesaba Sergio Ramos. “Le encantaba estar con los futbolistas. Era lo que realmente quería en los actos a los que tenía que acudir”, relataba Iker Casillas.
Caminero, Cerezo, Gabi, acudieron en representación del equipo rival y vecino. La presencia institucional corrió a cargo del ministro Wert y de la alcaldesa Ana Botella, que alabó lo que la figura de La Saeta había hecho por la ciudad de Madrid. “Tendrá un espacio público, probablemente una calle”, prometió ante las cámaras. También acudió Gianni Infantino, secretario general de la UEFA.
Eso pasaba dentro del Bernabéu. Fuera, los trajes eran sustituidos por las camisetas blancas y las bufandas, y el pesar corporativo daba paso a la euforia y a la rendida gratitud. “Yo vi jugar a Di Stéfano desde el primer día. 60 años llevo abonado aquí”, contaba Borja, mientras acariciaba con cariño una pared de la catedral blanca. “Era un malabarista. Aceleraba, frenaba, era como si los demás se pararan a saludarle. Y él, claro, les daba plantón y se iba”, recuerda con una sonrisa. La misma figura luminosa surge de los recuerdos de Juan Luis: “Ya nada más llegar demostró que era otra clase de jugador. Venía crecido, en plenitud. Desde el primer momento marcó la diferencia”.
“Lo que más admiro de él, y es una cosa que he ido valorando con los años, es que parecía un tipo corriente”, relataba Antonio, ya jubilado. “Ahora todos son así [y hace un gesto mostrando bíceps]. Este hombre no, era como un tipo de la calle. Solo que excepcional”, contaba, justo antes de entrar al estadio y rendirle su particular homenaje en forma de ramo de claveles. Detrás del improvisado altar de la entrada, las coronas de flores se iban amontonando. Atlético de Madrid, Elche, Sporting de Gijón, muchas peñas… decenas de coronas cuyo número iba creciendo. Coronas de gratitud a este tipo que, como decía Antonio, parecía corriente. Pero era excepcional.