10
mar
2014

“¿Qué es un rostro humano?”, se preguntaba Pablo Picasso, en una entrevista a la revista The Art en 1923. “¿Vamos a pintar lo que está sobre la cara, lo que está dentro de la cara o lo que está tras ella?”. La eterna cuestión de la representación de la figura humana, limitada en este caso al arte moderno y contemporáneo, es el punto de partida de la vasta exposición Visages: Picasso, Magritte, Warhol… recién inaugurada en el Centro de la Vieille Charité de Marsella, en el sur de Francia. A través de más 150 obras de casi un centenar de artistas aborda el lugar del hombre en el mundo del siglo XX, el de la segunda revolución industrial y el advenimiento de la sociedad tecnológica. Un periodo marcado sobre todo por las atrocidades de las dos guerras mundiales y la culminación del horror con la Shoah.

“A principios del siglo XX la representación de la figura humana se desentiende de los códigos pictóricos del Renacimiento a favor de la subjetividad, de los funcionamientos mentales, de la psicología”, explica la directora de Museos de Marsella y comisaria de la muestra, Christine Poullain, que espera con su ambiciosa propuesta mantener vivo el gran impulso que ha supuesto la celebración de la capital europea de la cultura 2013 en la ciudad costera y su región. “Con las guerras, el auge del individualismo, la preeminencia de las tecnologías, el sujeto se ha encontrado en desfase, en extrañeza, respecto a él mismo”, añade.

El tono desangelado de este siglo pasado lo da de entrada al inicio de la exposición la figura de yeso de la cajera de Movie House (1966-1967) del estadounidense Georges Segal, encerrada en su taquilla. Transmite una enorme sensación de soledad y de vacío, pese al imaginable ajetreo en hora punta. “Está como atada, alienada, representa el desamparado de esa sociedad americana”, apunta Poullain. En total, más de 150 pinturas, dibujos, fotografías y escultura, incluidas “las figuras torturadas de Bacon, los cruces de espejo de Magritte, la inexorable marcha hacia el destino de los personajes de Giacometti, los rostros inmovilizados de Streuli, los retratos inexpresivos y ausentes de Katz” recorren así el convulso siglo.

Entre las pequeñas salas de este antiguo hospicio clasificado como monumento histórico, el viaje nos traslada primero al Berlín de entre guerras, con el movimiento de la nueva objetividad, en el que Georges Grosz dibuja sin empatía a unos personajes perdidos entre la multitud, que se cruzan sin mirarse. De la mecanización y deshumanización de la sociedad deja constancia Los Campesinos alemanes (1932) de Franz Wilhelm, retratados como frío peones. En vísperas de la Segunda Guerra Mundial, en la que fue preso en un campo de prisioneros alemán, el francés Jean Hélion, cofundador del grupo Art Concret, laboratorio de la abstracción geométrica, regresaba por su parte a la figuración: “otras revoluciones, otros disturbios agitaban el mundo y lo destruían como yo mismo destruí la abstracción”.

El sujeto se borra ante el culto de la imagen en los 60, de la mano de Andy Warhol, del que la muestra recupera su faceta de dibujante, con un enorme retrato de Mao Tse Tung (1972). También ha rescatado una serigrafía del feliz retrato de Jackie Kennedy tomado apenas unas horas antes del asesinato de su marido en Dallas. El brasileño Vik Muniz indaga de nuevo en este desfase entre la apariencia y lo vivido con su retrato de Romy Schneider (2004) cubierta de diamantes, imagen glamorosa tras la cual se esconde un trágico destino.

La representación de la figura en sociedad da lugar a una segunda temática en la que se adentra en la intimidad, en cómo se ve el propio sujeto, resumida perfectamente por la Mujer con espejo de 1959 de Picasso (elegida como cartel de la exposición) en la que la que la retratada se observa tal y como se sueña. “Yo es otro”, escribía Rimbaud. Tremendo de seriedad es el retrato familiar que nos deja el italiano Gino Severini, de 1936, en pleno auge del fascismo, con el periódico en mano como testimonio de aquel oscuro periodo histórico.

El camino a la tercera y última faceta que explora la exhausta muestra, el de la mente, la representación de las fantasías y los deseos, lo inicia De Chirico, con sus maniquíes sin rostro entre decorados de teatro, que abre la vía al surrealismo. La sensación que se desprende de estas interpretaciones metafísicas es igual de inquietante que el resto del recorrido, entre los demonios de Vladimir Velickovic, en su tríptico Persecución 77 (1977) —“quiero que mis pinturas dejen cicatrices”, decía— o la perturbador Ritva en su sillón (1985) de Antonio Saura.

El Pais

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