Un oso panda y una rata de peluche del tamaño de un artista suizo duermen a pierna suelta en una de las salas en las que el Reina Sofía propone desde el miércoles una nueva lectura de su colección permanente. Viejos conocidos del aficionado al arte contemporáneo, los despeluchados animalillos son seguramente la aportación a la cultura pop más exitosa del dúo que formaron Fischli/ Weiss hasta la muerte en 2012 del segundo. La pieza, completada por un vídeo sobre la visita de la pareja a una galería, se llama La mínima resistencia.Y el título ha servido a Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía, para bautizar su personal acercamiento al arte de los años ochenta y noventa a partir de los fondos del museo.
El recorrido propuesto es un viaje, promete el subtítulo de la muestra, entre el tardomodernismo y la globalización a lo largo de dos décadas tan turbulentas como amorfas. Unos años en los que se proclamó la muerte y resurrección de la historia y el tiempo y la realidad se ensancharon en todas direcciones. Esa época en la que el mercado se alzó definitivamente con el poder y el todo-vale se convirtió en nada-importa-gran-cosa-en-realidad.
Para construir su relato, Borja-Villel ha escogido unos cuantos nombres y, obviamente, ha dejado a otros fuera. Dado que la reescritura de la historia resulta uno de los temas centrales del arte contemporáneo, la licencia parece plenamente justificada. Ahora bien, ¿es posible contar todo esto sin recurrir a la obra de artistas de la corriente dominante como José María Sicilia, Miquel Barceló o Jaume Plensa, en España, o Anselm Kiefer, Julian Schnabel y Gerhard Richter, en el extranjero? ¿Y sin un guiño a la triquiñuela mercadotécnica de Damien Hirst, Tracey Emin y el resto de los Young British Artists, que con tanta soltura dominaron los medios en los noventa?
El equipo comisarial encargado del proyecto opina que es posible. “Cada lectura es siempre una opción”, se justifica el director. “En nuestros planes está revisar con una cadencia anual la parte de lo contemporáneo, pero para contar esta historia en concreto, de teatralidad, resistencia y cambio, hemos optado por esta selección”. Hay ausencias deliberadas y otras impuestas por el espacio (cuando lo haya, prometen incluir referencias a la producción en los ochenta de Tàpies, Guerrero o Vicente). También, por las circunstancias del mercado: pese a que en la muestra se exponen algunas adquisiciones recientes, legados y cesiones (posibles gracias a alianzas en red como La Internacional de Museos o la Fundación Reina Sofía), la obra de muchos artistas nace, dada la obscenidad de sus precios, vetada para los centros de presupuesto menguante. Aunque en el fondo de la elección de Borja-Villel subyace la fidelidad a un relato del siglo XX más como una constelación de conceptos que como una sucesión lineal de nombres propios. Ese es el verdadero credo que gobierna esta selección, que hace las veces de preludio a la cuarta reordenación de la colección permanente, tarea comenzada hace cuatro años y que la crisis está demorando más de lo previsto.
La nueva propuesta es un “ensayo”, afirma Borja-Villel, en dos de las acepciones del término: como prueba para localizar y subsanar los errores y como construcción teórica que adquiere la forma de un discurso. Este comienza con aquella “vuelta al orden” de los tiempos Reagan y Thatcher, que son los de la pieza de Fischli/Weiss. Las factografías de Alan Sekula y Marc Partaut y un vídeo de Joaquim Jordá dan la bienvenida al visitante a los estertores de la lucha de clases, en plena demolición interesada por un poder neoliberal al fin desprovisto de máscaras.
Lo que sigue es un repaso a los “intentos de los artistas de aquellos años de encontrar espacios de resistencia en un mundo globalizado”, según el director del Reina Sofía. Esa rebelión se busca en las primeras salas en la actualización de la pintura de género, llevada a cabo por Campano, Polke, Baselitz o los retratos de Marlene Dumas; mediante el replanteamiento crítico de la utilidad de las imágenes en medio de su sobredosis (Cindy Sherman, Louise Lawler y el resto de la Pictures generation); así como en las nuevas prácticas en torno al vídeo en la era de la MTV y la omnipresencia del pop.
Vitrinas con documentación acerca de las primeras ediciones de Arco o de la llegada del Guernica a Madrid colocan al visitante en la perspectiva de aquella España, adormilada por los consensos de la Transición y dispuesta a cualquier pelotazo, también al de la institucionalización del sistema arte. Como reverso de esas historias de éxito de metacrilato se yergue el fogonazo creativo que iluminó Sevilla desde la galería La Máquina Española, las visiones apocalípticas del colectivo Estrujenbank y sus miembros (Gadea, Ugalde, Cañas y Lozano) o las llamadas de atención de Pedro G. Romero y Rogelio López Cuenca en medio de la desbocada euforia de 1992.
Las disputas de género y los activismos feministas y homosexuales alzan la voz un poco más adelante, bien desde los carteles que reivindican con enfado la ocupación de las calles, bien por la vía de lo grotesco (como en Freak Orlando, de Ulrike Ottinger) o en las poéticas visiones de Itziar Okariz y Eulàlia Valldosera.
Y si un aire ciertamente trágico sopla en las salas dedicadas a la plaga del sida y la dignidad poética de sus víctimas, David Wojnarovich o Pepe Espaliú, más sosegados resultan los espacios que indagan en el modo en que la modernidad dejó de ser un proyecto de futuro para convertirse en punto de partida de la obra de Juan Muñoz, Peio Irazu, Txomin Badiola, Jeff Wall o Ángel Bados, así como en las nuevas vías abiertas en aquellos años en los campos de la escultura (y su súbito culto al pedestal) y la arquitectura, aunque sea ficticia, como en una memorable pieza de Isidoro Valcárcel Medina. Un bombardeo de imágenes propuesto por Harun Farocki, despide con acierto el recorrido justo cuando el visitante se halla a bordo de dos aviones de pasajeros a punto de derribar las Torres Gemelas y con ellas el siglo XX.
De aquellos cascotes e imágenes surgió, después de todo, la contemporaneidad.