27
abr
2015

Los demógrafos tuvieron que mirar varias veces las tablas Excel. Apenas podían creérselo. Entre 2000 y 2009 España recibió la mitad de toda la migración que se instaló en algún país de la Unión Europea. Más de siete millones de personas. Unos números que se asemejaban a los de Estados Unidos y dibujaban un flujo migratorio que era el mayor de Europa en datos absolutos. Algo debía ir mal. Volvieron a mirar y anotaron que en el segundo trimestre de 2007 la tasa de paro era del 7,9%. Bastante cerca del pleno empleo en una tierra donde la falta de trabajo ha sido un mal enquistado durante décadas. ¿Eran las cifras de España o de Suecia?

Pero la demografía es destino, quedo, pero destino. Los procesos migratorios demoran su tiempo; sin embargo, al final se asientan en la realidad. “La política migratoria que hizo que tanta gente abandonara sus países se construyó para atender una punta de producción”, critica Carlos Martín, economista del gabinete técnico confederal de Comisiones Obreras. “Fue una propuesta oportunista para satisfacer intereses inmobiliarios que invitó a venir al país a las personas más vulnerables. En aquellos días, Jesús Caldera (ministro de Trabajo del partido socialista entre 2004 y 2008) parecía el jefe de personal de la burbuja inmobiliaria”.

Fragilidad

Esta fragilidad que condena el experto se siente en todos esos años de crecimiento demográfico y económico. “En el periodo de mayor llegada de inmigración al país, entre 2000 y 2007, la irregularidad fue una práctica mayoritaria”, describe Carmen González, investigadora principal de demografía y migraciones internacionales del Real Instituto Elcano. Para miles significó la odisea de conseguir los papeles al amparo de lo que algunos políticos bautizaron efecto llamada. Pero como las personas no saben quedarse quietas, los extranjeros protagonizaron un hecho inaudito en la historia socioeconómica española. Emprendieron una migración interna y se ocuparon de los trabajos (vendimia, recolección de aceitunas, pequeña hostelería) que los españoles rechazaban. Una fractura frente a los tópicos. “La inmigración es un fenómeno positivo si pensamos en su aportación económica, y no se ha producido –en contra de ciertos lugares comunes– a costa de la pérdida de empleo de los nacionales”, analiza Carlos Giménez, director científico del programa de Intervención Comunitaria Intercultural de la Obra Social La Caixa. De hecho, algunos estudios señalan que los inmigrantes añadieron algo más de un 2% al crecimiento del PIB nacional.

Esa contribución la refrenda Miguel Cardoso, economista jefe para España de BBVA Research. “En el periodo inmediatamente anterior a la crisis, la economía española crecía, en promedio anual, un 3%. Pues bien, alrededor de 1,3 puntos sobre ese porcentaje se explican por dos hechos que favorecieron la inmigración: el aumento en la tasa de actividad y el incremento en la población en edad de trabajar. Estos factores justifican en su totalidad la aportación del empleo al crecimiento”. Esto ocurre en el haber, mientras en el debe, los inmigrantes fueron responsables –obligados por cierto tipo de empresarios– de una parte de los 190.000 millones de euros que se ocultan tras la economía sumergida española. Es más, existe una porción de esa economía que no se detecta ni siquiera en la encuesta de población activa (EPA) y que ha permitido a muchos inmigrantes y oriundos resistir siete años consecutivos de crisis. “Son nuevas formas de consumo a través de la economía colaborativa, modelos de subempleo, picaresca o el delito”, resume Carmen González. Es una manera de justificar principalmente que, después de todo lo que ha llovido en España, el número de inmigrantes solo se haya reducido en 496.000 personas entre enero de 2012 e idéntico mes de 2014. Menos del 10% del volumen de inmigración que llegó antes de la recesión. A lo que se añade el hecho, comprensible, de que estas personas retrasan el regreso a su país de origen mientras tengan el respaldo del Estado de bienestar.

Una vez más, los demógrafos repasaron sus números y vieron, con sorpresa, que entre 1998 y 2012 el número de inmigrantes aumentó en 5.600.000 personas (de hecho, en 1985 el 73% de los pocos extranjeros que llegaban lo hacían de los países ricos), lo que produjo incluso un repunte de la tasa de fertilidad, ya que muchos de los recién aterrizados eran jóvenes. Fue poner en el centro del debate la ínfima natalidad española, uno de sus grandes desafíos demográficos. El otro es el envejecimiento. “Una verdad incómoda, no urgente y que parece que solo afecta a los demás”, reflexiona Paco Abad, director de la consultora aBest Innovación Social.

El Pais

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