Posiblemente no habría organización más poderosa sobre la Tierra que aquella que agrupara todos los servicios de correos del mundo y sus seis millones largos de empleados. Con el aire de una inmensa división de infantería, esta supuesta megaempresa podría enorgullecerse de conocer a casi todos los habitantes del planeta. Y eso sería así porque, detrás de cada servicio de correos que se precie, hay una función que no ha cesado durante siglos: llegar al último rincón de un país para llevar un mensaje (una carta, un paquete, incluso algo de dinero) al vecino que allí habita. Claro está que los tiempos han cambiado tanto que podría afirmarse que un gigante como Google sabe más de nosotros, de miles de millones de ciudadanos, que ninguna otra organización. Y precisamente, gracias a Google y otras compañías, muy poca gente tiene ahora necesidad de enviar un mensaje a alguien utilizando un intermediario.
La revolución tecnológica ha dejado a los servicios de correos sin una parte de su trabajo, con una legión de carteros a sus espaldas, y obligados a modernizarse a marchas forzadas bajo la amenaza de evitar la ruina. El servicio postal de Canadá parece haber abierto el debate al tomar la decisión, hace unas semanas, de eliminar los carteros en un plazo de cinco años. La medida ha puesto sobre alerta a todos los servicios de correos, que matizan que “la decisión canadiense” no es tan radical como se está anunciando: “No es lo mismo eliminar a todos los carteros que algunos servicios de entrega a domicilio”, matiza un portavoz del servicio de correos español.
Canadá puso en marcha un plan de cinco puntos que supone, entre otras medidas, la eliminación de una parte de la entrega de cartas a domicilio en un plazo de cinco años. Los residentes en las localidades afectadas podrán recoger su correspondencia en una especie de oficina comunitaria. Canadá estima que su servicio universal de correos supone un coste actual de 283 dólares por domicilio, coste que se puede bajar a 108 dólares si se abre la oficina comunitaria y se elimina al cartero. Las medidas de choque van acompañadas de la reducción de 8.000 puestos de trabajo y la subida del precio del sello de correos, el de un dólar (unos 72 céntimos de euro). No se puede decir que Canadá tenía un servicio ruinoso o ineficiente: hasta el año 2011, se habían registrado 16 años consecutivos de beneficios. Pero las pérdidas comenzaron en 2012 y las previsiones dibujaban un panorama preocupante con el horizonte de las 1.000 millones de dólares (729 millones de euros) en números rojos para 2020. El volumen de correo había caído un 25% entre 2008 y 2011.
El informe, cuya conclusión es vista como una amenaza de muerte a la legendaria figura del cartero, se basó en una encuesta entre los canadienses que dio como resultado que el ciudadano medio apreciaba la calidad del servicio de Correos. Sin embargo, los habitantes de las grandes urbes ponían mayor énfasis en la eficiencia y la rentabilidad, frente al hecho, aparentemente romántico, de mantener un servicio puerta a puerta a toda costa. Naturalmente, los habitantes de las zonas rurales no pensaban lo mismo. Sin embargo, la encuesta valoraba la credibilidad del cartero.
La experiencia canadiense ha provocado un aluvión de comentarios en el país vecino, donde también se cierne la amenaza de las pérdidas sobre el gigante US Postal Service, una de las pocas empresas públicas que tienen una estructura federal en Estados Unidos y cuya financiación depende del Congreso. Algunas voces reclaman que se aplique la misma medicina y que se deje el servicio en manos de la competencia privada. Sin embargo, el debate no es tan simple como discernir entre rentabilidad y eficacia; la cuestión es quién garantiza un servicio universal de correos, accesible a toda la población; en términos de rentabilidad, pocas empresas están interesadas en llevar un paquete a un lugar recóndito o de difícil acceso, salvo que medie un precio elevado.
Y es que, detrás de la tradicional y solitaria figura del cartero, hay no solo una larga historia de adaptación a los tiempos sino la esencia de un servicio público universal y accesible a todas las economías.
El servicio de correos nació como una institución del poder. Lo utilizaron los faraones para sus comunicaciones hasta que Roma, como tantas otras cosas, le dio una organización: el emperador Augusto lo utilizó como parte de las comunicaciones militares. Del Imperio Romano datan las primeras estaciones postales y el primer servicio de postas público denominado Cursus publicus.
Las experiencias de los servicios de correos son muy diversas y discurren durante siglos entre lo público y lo privado (en algunos casos, son los propios comerciantes los que establecen este servicio), entre la concesión o el monopolio, hasta que, en el siglo XIX, empieza a tomar cuerpo que es el Estado quien debe de garantizar un servicio de correos universal y barato capaz de abarcar todo el territorio nacional. Para entonces algunas cosas ya estaban cambiando, como el hecho de que la carta no la pagara el receptor sino el remitente, idea que se le atribuye a Rowland Hill, un funcionario inglés que presentó un proyecto a los encargados del servicio postal británico para introducir ciertas reformas, a la vista de que el servicio de correos era visto como confuso, caro y corrupto, en el cual las cartas y los paquetes los pagaba el destinatario. Hill propuso la introducción de un adhesivo, en el que dibujó el perfil de la Reina Victoria, que se vendería al precio de un penique. Nació así, en 1837, el primer sello de correos y el pago por anticipado de un servicio.
En España, el servicio de correos fue una concesión durante años que graciosamente otorgaba el Rey, hasta que Felipe V convirtió el servicio en un asunto responsabilidad del Estado. Se cita el año 1706 como el del nacimiento del servicio público en España, el de 1756 como el de la creación del cuerpo de Carteros, circunscrito a Madrid (con un total de 12 miembros, repartían la correspondencia en la docena de distritos de la capital) y el de 1762 como el del nacimiento del primer buzón de correos.
Sin embargo, en España el cartero no adquirió la condición de funcionario hasta la II República. Y hubo que esperar a la democracia para que, por medio de la Ley de Cuerpos de Correos y Telecomunicaciones de 1979, las mujeres pudieran entrar en ese servicio en igualdad de condiciones. No quiere decir que no hubo carteras hasta entonces (las primeras 40 mujeres entraron en el servicio de telégrafos en 1882 y las primeras carteras actuaron en 1922 como consecuencia de una huelga de jefes y oficiales de correos). Lo que sucedía es que el acceso estaba muy restringido para las mujeres y sus salarios eran considerablemente más bajos, problema que no se acabó de resolver hasta el ya citado año de 1979.
Pero lejos de estas curiosidades, los servicios de correos se han ido adaptando a su tiempo permanentemente y han sufrido, como en el caso de los países europeos a partir de 2001, procesos de liberalización y recortes de personal. Sin embargo, la imparable evolución de las nuevas tecnologías de comunicación hace sospechar que no tiene mucho sentido entregar un mensaje a domicilio por muy lejos que esté el destinatario y que se hace necesario reinventar la figura del cartero. Ahora bien, el cartero es algo más que un trabajador que entrega un paquete.
“Destacaría dos aspectos”, señala Óscar Medina, director de estrategia y desarrollo de negocio de la Sociedad Estatal Correos y Telégrafos, “el papel que en la sociedad han jugado las personas, la relación especial con los ciudadanos y el criterio de confianza. El servicio de correos siempre ha sido visto con cercanía, y es un valor al que no se quiere renunciar. Hemos automatizado y modernizado la compañía, pero lo que queda en el fondo es que aparece una persona que da la cara, que no es igual que sea de correos o sea de otra empresa. En los entornos rurales, otras compañías no llegan. Y ahí somos reconocidos”. Medina admite que las empresas de correos tienen que evolucionar y que la caída del volumen postal se equilibra con el incremento de la paquetería. “Todo está cambiando”, añade, “pero al final es una persona la que entrega el paquete”.
Medina comprende la dificultad que ha de afrontar un servicio postal como el de Canadá que, “con una población más pequeña que la española, debe atender a un territorio que es 20 veces más extenso”. “Las soluciones no son homogéneas”, dice Medina, “Nosotros tenemos 2.500 oficinas en España, comparado con otros operadores no son muchas más, somos más eficientes y prestamos servicios a la administración. Vivimos dos tipos de experiencias, las que generan volumen de negocio y las que centran la función social independiente de su rentabilidad”.
Y es que a la explosión del comercio electrónico se une la confianza que el consumidor deposita en un servicio de correos público. Los servicios de correos modernizan sus instalaciones para adaptarlas al mercado de la paquetería y diversifican sus actividades buscando nuevos nichos de negocio. Por ejemplo, el Royal Mail británico participa en proyectos para completar información de catastros y geolocalización de edificios. Al tiempo que los carteros hacen su recorrido, verifican el estado en el que se encuentran los edificios. “Aportan información que completa las bases de datos”, dice Óscar Medina.
La experimentación con el trabajo de los carteros es tan variada que podría diseñarse el perfil de un hombre orquesta, capaz de ser un enfermero, un farmacéutico, un controlador o vaya usted a saber qué actividad llegarán a desempeñar en un futuro. En Suiza y en algunos países nórdicos, se está experimentando con carteros realizando actividades como el acompañamiento de personas mayores en lugares alejados. En Francia se está probando que los carteros realicen la entrega de medicamentos a enfermos crónicos o la lectura de los contadores de la luz y el gas. La utilización de teléfonos inteligentes o de otros aparatos digitales, les convierten en un personal adecuado para certificar la identidad de una firma o de una persona.
La propia telefonía se ha convertido en un aliado de algunos servicios de correos como es el caso del argentino, cuyo servicio público, privatizado en 1997 y nacionalizado en 2003, permite que en sus casi 4.500 oficinas se puedan recargar los teléfonos o pagar los impuestos. En Brasil, estudian que el servicio de correos se convierta en una operadora telefónica, al estilo de lo que sucede en Italia, donde el servicio de Correos, incluido en el Ministerio de Economía, ha vendido tres millones de tarjetas telefónicas a lo largo de 2012 y donde hay proyectos en marcha tales como que los carteros utilicen sensores para medir la calidad del aire.
El cartero del futuro está rediseñándose. Será probablemente un trabajador digital, un hombre orquesta dotado de la última tecnología, capaz de administrar medicinas, atender a ancianos o introducir todo tipo de datos en un ordenador portátil o hacer cualquier desempeño que signifique estar cerca del lugar objeto de atención. Pero seguirá siendo un empleado de confianza para la maquinaria del Estado y para el ciudadano. Es en esa mezcla de credibilidad y cercanía donde reside la verdadera naturaleza de su oficio. Si no, no será un cartero.