Una carta ha cambiado la estable vida de Tola y Yura, dos chavales de 18 años y 16 años que viven en España pero que nacieron en Ucrania, un país en guerra en el que los intentos de paz se están quedando en eso. El Gobierno de Kiev les reclama para que acudan a su país a cumplir el servicio militar obligatorio. Les ha escrito para que se presenten en la delegación que les corresponde para pasar la inspección médica. Desde que recibieron la notificación, los chavales duermen a duras penas. En el caso de ser aptos, que no padezcan ninguna enfermedad que les imposibilite alistarse, serán trasladados a un campo de adiestramiento donde se les prepara para ir al frente de guerra, en el que ya han muerto casi 5.700 personas, según Naciones Unidas.
Tola tiene 18 años y lleva seis cursando estudios en Huesca. Está en segundo de Bachillerato. Yura tiene 16 años y lleva la mitad de su vida conviviendo con Tola y otros cuatro hermanos españoles. Su caso es idéntico al que están padeciendo decenas de chavales que, desde el desastre de Chernóbil, viven en España durante las vacaciones o cursando estudios en el periodo escolar y que se ven obligados a cumplir el servicio militar en su país de origen.
Slavick tiene miedo, un miedo que a veces le paraliza. Pero tiene claro que no quiere ir a la guerra y mucho menos matar a alguien. Nunca imaginó que a los 17 años tuviera que plantearse qué haría con un fusil en las manos. Nació en Ucrania y lleva 13 años viviendo con una familia de acogida en Barbastro (Huesca), donde cursa un módulo de electrónica. “Es algo sobre lo que he pensado mucho últimamente, porque mis hermanos y yo nos encontramos en la edad límite para alistarnos y cumplir el servicio militar. Sé que soy incapaz de quitar la vida a una persona. Me da igual que sea prorruso o no lo sea. Desde aquí piensas que tienes que meterte en un campo de batalla y luchar en el frente y te parece que estás dentro de una película, que no es real lo que te está sucediendo”.
Tola recibió en 2014 el documento certificado en el que se le comunicaba su obligación de presentarse en su país para cumplir el servicio militar. Sus padres ucranios rechazaron la carta e inmediatamente su madre de acogida solicitó la protección internacional del menor en España. Eso le permite permanecer en el país al menos durante seis meses más. “No quiero pensar cómo se va a solucionar el tema, pero hoy por hoy es complicado y difícil. Son niños que han vivido sus particulares dramas y ahora están en una realidad muy diferente”, señala Adela, una de las madres de los jóvenes.
Yura estaba en un orfanato antes de viajar por primera vez a España, cuando volvía a su país regresaba a la institución pública. “Era un desastre. Con todo lo que avanzábamos durante el curso, cuando regresaba a Ucrania era como volver a la casilla de inicio. Nos costó tres meses que se estuviera sentado en una silla”, señala su madre española.
El verano pasado, Adela alquiló un piso en Kiev y se fue con su hijo ucranio para pasar el tiempo que el Gobierno le obliga a estar en el país en el periodo estival. “Es angustiosa la incertidumbre que sientes en un lugar como ese. Solo de pensar que a tu hijo le tienes que dejar allí buscándose la vida en la calle sientes un dolor difícil de explicar. Se te rompe la vida”. Estas familias pertenecen a la Asociación de Asistencia a la Infancia de Aragón, que desde hace 19 años acoge a niños de Chernóbil. Actualmente, más de un centenar de niños ucranios vive con diferentes periodos del año en familias de esa comunidad.
Slavick se considera un joven afortunado, aunque su vida no ha sido precisamente fácil. Visto desde fuera se entiende la madurez con la que expone sus ideas y la entereza con que relata su trayectoria vital. Nació en Tarasa, a menos de 200 kilómetros de la central nuclear de Chernóbil, donde se produjo el 26 de abril de 1986 uno de los mayores accidentes nucleares de la historia que causó la muerte de una treintena de personas y el desplazamiento de más de 135.000. Según los expertos ucranios, Chernóbil se cobró la vida de más de 100.000 personas en Ucrania, Rusia y Bielorrusia, los países afectados por la catástrofe.
Cuando tenía cuatro años, Slavick estaba en un orfanato junto a sus cinco hermanos, quienes poseían un carné especial como víctimas del siniestro nuclear que les permitía asegurarse alimentos y medicación. “Teníamos algo más que otros niños, comida y medicinas”, dice con cierto grado de satisfacción.
No puede ni quiere olvidar la primera vez que llegó a Barbastro, cuando tenía solo cuatro años: “Todavía hoy me cuesta entender cómo mamá y papá son tan generosos. Traer a su casa a un niño que se encontraba a 4.000 kilómetros y al que decidieron darle todo a cambio de nada… Nunca les podré devolver lo que ellos me han dado. Entonces también tuve miedo, pero era diferente al que siento ahora”. Durante cinco años sus padres de Barbastro —que prefieren ocultar su identidad para no perjudicar al chico— se trasladaban al orfanato de Ucrania para poder estar con él las vacaciones de Semana Santa. “Cuando les veía se me iluminaban los ojos. Eran como mi regalo de Navidad. Ellos han hecho posible que sea una persona normal”.
—¿Qué quieres decir con normal?
—Sé que mi vida, de haberme quedado en el orfanato, hubiese sido como la de mis compañeros de allí. A algunos les he vuelto a ver y con mi edad son alcohólicos, maltratadores y otros están en la cárcel por robar. Ese habría sido con toda seguridad mi camino: me habría convertido en uno de ellos, en un delincuente.
El joven cumplirá 18 años en el mes de junio. A su madre le tiembla la voz y denota la angustia que están sintiendo por su futuro. “Nosotros habíamos pensado que en el momento en que el chico tuviese el pasaporte de adulto podríamos presentar la documentación necesaria para adoptarlo. Ahora, el problema es que, una vez que consiga el pasaporte, nos arriesgamos a que no le dejen salir de Ucrania y se vea obligado a cumplir el servicio militar y entonces no podamos realizar la adopción. La única salida para detener esta incertidumbre sería lograr la nacionalidad española. No quiero pensar que se tenga que quedar allí”, puntualiza la madre. Mientras, este joven, que se siente afortunado con la vida, está atento a las informaciones que se suceden en su país de origen deseando que el alto al fuego sea real. En él solo hay un deseo: “Quiero seguir siendo un chico normal”.