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jan
2014

“Creta le dio la vida, y los pinceles / Toledo, mejor patria donde empieza / a lograr con la muerte eternidades”. ¡Cuánta razón tenía el bueno de fray Hortensio Félix Paravicino cuando dejó escritos estos versos dedicados a su amigo El Greco! Lo que no podía imaginar el poeta y fraile trinitario, inmortalizado en uno de los retratos del pintor hacia 1609, es que el artista nacido en Creta en 1541 bajo el nombre Domenico Theotocópoulos caería en el olvido durante siglos y no sería redescubierto hasta principios del XX para coronarse definitivamente en la historia como el primero del trío de ases de la escuela española que completan Velázquez y Goya. Afortunadamente, las eternidades de este paradigma del manierismo en su máxima expresión, punto de partida de algunas de las vanguardias pictóricas del siglo XX, rey tanto de la vibrante libertad formal y la maestría de la concepción anatómica como de la división de opiniones en torno a sus obras, son dignas de magna conmemoración cuatro siglos después de su muerte.

El recién inaugurado 2014, que aspira a convertirse en Año Greco por antonomasia, ha erigido Toledo, esa “mejor patria” que según Paravicino tuvo el pintor, en eje fundamental de las celebraciones. No en vano encontró El Greco en la Ciudad Imperial su refugio, el lugar donde sus pinceladas fueron valoradas a pesar de que Felipe II le repudió como artista principal de su corte. Fue en Toledo donde vivió desde su llegada, procedente de Italia en 1577, hasta su muerte en 1614; donde tuvo un hijo de Jerónima de las Cuevas, y donde emprendió pleitos con sus clientes eclesiásticos por cuestiones relacionadas con el vil metal, aparte de combinar periodos de aprietos económicos con otros de desahogos que le permitieron ocupar una parte del palacio del Marqués de Villena y fomentar la leyenda de que gustaba hacerse acompañar de músicos para amenizar sus almuerzos. Hasta el mismísimo Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, viajó a Toledo para visitarle poco antes de su muerte como prueba de la influencia que su enigmático nombre llegó a tener en vida.

Embebidos por ese mismo influjo de eternidades quedaron entre mayo y octubre del año pasado los autores de las imágenes que ilustran estas páginas. Dejándose llevar por el laberinto de callejuelas estrechas e irregulares del Toledo intramuros, entre adoquines y empedrados, iglesias, conventos y casas señoriales, una docena de destacados artistas contemporáneos dirigieron los objetivos de sus cámaras hacia el presente de la ciudad que custodia las centenarias huellas de El Greco. Ese fue el reto que había planteado el proyecto Toledo contemporánea a creadores de miradas tan singulares como Philip-Lorca diCorcia, Vik Muniz, Shirin Neshat, José Manuel Ballester y Dionisio González, entre otros. El resultado de esta iniciativa, comisariada por Elena Ochoa Foster y coordinada por el equipo de Ivorypress, se ha convertido en una de las grandes exposiciones que forman parte de los fastos promovidos por la Fundación El Greco 2014. Esta muestra se inaugura el próximo 18 de febrero en la antigua iglesia de San Marcos de Toledo y cuenta con la colaboración especial de la cineasta y fotógrafa israelí Michal Rovner y el compositor y director teatral alemán Heiner Goebbels, quienes han concebido un altar contemporáneo para el espacio expositivo de San Marcos. Como apunta Elena Ochoa Foster, aun partiendo de la premisa de absoluta libertad creativa a la hora de aproximarse a la realidad contemporánea de Toledo, casi todos los participantes en esta exposición cayeron bajo “el enorme y determinante influjo de El Greco” en la ciudad.

Ante tal rendición da fe el premio Nacional de Fotografía 2010, José Manuel Ballester (Madrid, 1960), quien ha fundido para este proyecto sus propias visiones de Toledo con la obra del cretense en una suerte de nueva e impactante pintura fotográfica inspirada en sus dramáticos y poderosos cielos. A punto de ver colgadas estas imágenes en la iglesia toledana de San Marcos, Ballester afirma hoy que “son precisamente esos cielos de El Greco que aparecen en algunos de sus lienzos más relevantes los que muestran un dramatismo desgarrador y un carácter expresionista que se anticipa en varios siglos a las corrientes centroeuropeas del siglo XX”. Unos cielos que Ballester vislumbra “plenos de agitación, tensión e incluso éxtasis”.

Como viaje de lo celestial a lo terrenal, y viceversa, podría concebirse la participación en la muestra del estadounidense Philip-Lorca diCorcia (Hartford, 1951), quien ha titulado Con almuerzo incluido su serie de ocho polaroids dispuestas en forma de cruz que en su parte más alta muestra la cabeza de San Juan Bautista en bandeja de plata. Las siete polas restantes ofrecen visiones fantasmagóricas de un Toledo envuelto en la espesura de las nubes, culminando en la parte inferior con una epifanía en forma de cielo completamente cubierto de nubarrones evocador de las pinceladas celestiales de los cuadros de El Greco y estableciendo un nexo entre el ayer y el hoy, lo terrenal y lo sublime de la ciudad tras un almuerzo que solo puede antojarse divino.

Y si DiCorcia y Ballester claman al cielo, el cubano de ascendencia catalana Abelardo Morell (La Habana, 1948), presente en las colecciones de medio centenar de grandes museos e instituciones, apunta, en cambio, hacia el suelo. Desde los empedrados del casco antiguo teje tapices fotográficos que también abarcan los cielos toledanos. A tal fin montó una tienda de campaña en varios puntos del centro de la ciudad para dejar caer desde ella un periscopio que retrata una trama de capas surrealistas que deforman la realidad de manera encantadora, fundiendo arquitectura, fotografía y pintura en un espacio inquietante e indeterminado entre el pasado y el presente. El resultado son imágenes de cámara-tienda-de-campaña con las que, según explica Morell desde Nueva York, ha intentado “establecer un diálogo piedra sobre piedra, con la historia y el presente, con lo sagrado y lo profano”. Morell recuerda hoy que caminando por el casco antiguo toledano, donde comenzó a trabajar con su cámara-tienda nada más llegar buscando los enclaves a retratar, se sintió “como si viajara dentro de uno de los cuadros de El Greco”, sobre quien no duda “que amó Toledo”.

El Pais

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