Por Azuel, dando la vuelta hacia Fuencaliente, nos internamos de nuevo en Sierra Morena después de dejar Conquista y a sus guardabosques (uno de los cuales se animó a hablar al final y me contó, entre otras cosas, que muchos de los que vienen a las monterías de La Garganta, como se llama la finca del Duque de Westminster, lo hacen más “a la caza del conejo que a la del ciervo”) con intención de encontrar el lugar exacto al que, en opinión de Astrana Marín y Agostini, se habría retirado don Quijote para cumplir penitencia al modo en que lo hizo su admirado maestro Amadís de Gaula; es decir, el sitio en el que, huyendo de la Santa Hermandad, que lo perseguía, el hidalgo manchego acabó de enloquecer del todo. Hay teorías que lo sitúan aquí y allá a lo largo de Sierra Morena, pero Astrana lo identifica con Peña Escrita, un peñón con inscripciones rupestres en sus cortados y que coincide con la descripción que del lugar de retiro de don Quijote hace Cervantes: “Llegaron en estas pláticas al pie de una montaña que, así como peñón tajado, estaba sola entre muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde y vicioso que daba contento a los ojos que le miraban…”. Fuera o no éste de Peña Escrita, el escenario coincide con la descripción y, por si le faltara algo, dista ocho leguas de Almodóvar, que son las que para Cervantes también había, según escribe.
Llegar a Peña Escrita, empero, no es fácil. Desde Fuencaliente, el último pueblo de Ciudad Real (el primero para nosotros, que volvemos ahora de Andalucía) pero que está ya en la vertiente sur de Sierra Morena —lo cual coincide con la afirmación del cabrero que le cuenta a don Quijote la desdichada historia de amor de Cardenio, que está escondido por estos montes, y que dice de sí mismo que es de una ciudad “de las mejores de esta Andalucía”—, un lugar enriscado en la montaña y asentado sobre un manantial termal que le ha dado nombre al pueblo y a su Virgen, la de los Baños, cuya iglesia está justo sobre aquél, y su principal atractivo turístico, hasta el sitio al que se retiró don Quijote hay sólo cuatro kilómetros, pero, a partir del desvío de la carretera, las sendas se ramifican, con lo que el riesgo de perderse es grande. Menos mal que el peñón lo domina todo, no sólo el sendero de acceso, sino los olivares y bosques que rodean éste y el caserío de Fuencaliente, que queda al fondo, en una montaña, más andaluz que manchego tanto por situación geográfica como por el encalado de sus edificaciones.
De Peña Escrita se ha escrito mucho y no sólo por don Quijote. Según las guías, se trata del primer yacimiento rupestre que se investigó en España, algo que hizo en 1783 un clérigo cordobés, José López de Cárdenas, que fue su descubridor; al parecer, realizaba una recogida de minerales por la zona para el conde de Floridablanca. Si se conocía o no en tiempo de don Quijote y si Cervantes había oído hablar de él es otro misterio, aunque cabe la posibilidad, puesto que están a la vista de todos, que éstas y otras pinturas, pues hay más repartidas por la zona, las conocieran ya los pastores de Fuencaliente, aunque no le dieran mayor valor, por desconocerlo. Las pinturas, sin embargo, son tan hermosas que emocionan, sobre todo a la hora a la que Navia y yo llegamos delante de ellas, que es la del atardecer, cuando el sol baña la peña realzando todavía más el ocre de su color y el rojo sangre de las pinturas, cuyos trazos esquemáticos representan figuras antropomórficas y zoomórficas y motivos geométricos. ¡Cómo no imaginar aquí a don Quijote, como nos lo muestra Cervantes, hablando solo y comiendo yerbas, escribiendo versos a Dulcinea en las cortezas de los árboles o dando volteretas en camisa si el escenario se presta a ello y no hay nadie en kilómetros a la redonda! Al menos, eso parece mientras la tarde cae sobre Peña Escrita y sobre los desfiladeros y montes que en torno a ella se van oscureciendo poco a poco, como sus pinturas neolíticas, un día más desde hace miles de años. Casi tantos como lleva corriendo abajo, al pie de la peña, el arroyo llamado de la Batanera, un riachuelo montaraz que va formando cascadas en su caída y que incluso alimenta una laguna en la que Astrana Marín quiso ver también el escenario de la aventura de los batanes y no en la laguna Batana de Ruidera, en la que la localizaron Azorín y otros. Fuera en el lugar que fuera, lo cierto es que cualquiera de ellos valdría para enmarcar el miedo de don Quijote y la belleza de una novela que por imaginaria ocurren todos los lugares y en ninguno.
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