31
jan
2014

Cuando el Liceo se incendió, hace ahora 20 años, las cosas eran muy diferentes en España, o al menos cabe dudar de que se procediera ahora como se hizo entonces. EL PAÍS informó al día siguiente de producirse el incendio con una información que abrió la portada del periódico desplegándose a 4 columnas y con una fotografía tomada desde un helicóptero que también se reproduce en este blog. “El Liceo, devastado por el fuego, será reconstruido en el mismo lugar”. Desde el primer momento se hizo explícita la voluntad política de reconstruir este templo operístico barcelonés, y esa era la noticia. El siniestro lo provocó una chispa salida de un soplete que un operario manejaba en la reparación, qué paradoja, del telón cortafuegos a las 11 de la mañana del 31 de enero de 1994, mientras los chicos de un colegio realizaban una visita al teatro. Cuando fueron evacuados creían que les echaban por portarse mal. Jacinto Antón hablaba en su crónica de que la chispa provocó “una tormenta de fuego de ribetes wagnerianos”.

Emilio Botín donó al día siguiente del incendio 100 millones de pesetas (620.000 euros) y se habilitó una cuenta corriente que canalizara el flujo incesante de aportaciones de instituciones y personas para acometer una reconstrucción cuyo coste se cifraba entonces en 8.000 millones de pesetas (48 millones de euros). [EL PAÍS ha publicado que finalmente costó 21.000 millones de pesetas, (121 millones de euros) porque hubo que construir un muro perimetral de hormigón de 52 metros de profundidad para mantener a raya la enorme bolsa de agua del subsuelo descubierta en 1995 durante los trabajos de reconstrucción.]

La primera reacción unánime de solidaridad y pena ante la pérdida no evitó que en el periódico se expresaran opiniones matizadas sobre la reconstrucción del Liceo, como hizo Eduardo Mendoza el 3 de febrero de 1994, quien advertía “que al calor de los últimos rescoldos se hacen llamamientos que sin duda suscitarán una respuesta emocional (y encomiable) en Barcelona y fuera de ella”, pero no podía dejar de plantear “lo que habría de ser la ópera en Barcelona. No con vistas al exterior, no como elemento de prestigio o propaganda, sino para uso de los aficionados a la ópera, sean barceloneses o forasteros: como algo auténtico y no meramente representativo.”

Y decía más cosas: “Ciertamente, el Liceo es un edificio simbólico, pero ¿de qué? No nos engañemos. El Liceo fue el reducto de una burguesía reaccionaria y carca, con cuyo recuerdo no deberíamos sentirnos identificados, la otra cara de los fosos de Montjuïc y, en suma, el símbolo de lo que el pueblo de Barcelona siempre quiso erradicar de nuestro suelo. Los grupitos airados que hace unas décadas acudían a la puerta del Liceo a abuchear a los asistentes que salían de la función con sus trajes de gala, realizaban un acto políticamente ingenuo, pero no necesariamente absurdo. Afirmar que el Liceo fue un reducto franquista es poco decir: fue en buena parte la burguesía que frecuentaba el Liceo la que financió las bombas que las fuerzas franquistas arrojaron sobre Barcelona y sobre el resto de España. Quiero pensar que todo esto es hoy agua pasada y no creo que haya que ser vengativo con la Historia: nunca propondría que se derribara el recuerdo de un mal paso. Pero tampoco creo, sin más, que debamos llorar la pérdida del Liceo como si con él se hubiera perdido un elemento valioso de nuestra identidad. Otra cosa son los recuerdos personales, muy respetables, pero, a mi juicio, poco pertinentes al caso que nos ocupa.”

Y empezaron a escucharse críticas muy duras y a plantearse agravios comparativos. Juan José Lucas, presidente de Castilla y León entonces, no se mordió la lengua en Radio Nacional y dijo que si él se apellidara Pujol tendría ya el dinero para el acueducto de Segovia y la catedral de Burgos. Pero Aznar sacrificó aquel enfrentamiento en el altar del pactismo político, como puede leerse en esta crónica de una salida de Aznar a Burgos poco después de ganar las elecciones en 1996: “José María Aznar quiso llenar de símbolos su primera salida de Madrid tras las elecciones generales. Se fue a Burgos, a cumplir una promesa de campaña, pero de paso: recordó la polémica entre Castilla y León y Cataluña a cuenta del incendio del Liceo barcelonés, hace dos años, y de la restauración de la catedral castellana. Evidente metáfora de que cualquier enfrentamiento puede ser superado y acabar en un entendimiento razonable, como el que consiguieron entonces el presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, y el de Castilla y León, Juan José Lucas. Cuando ardió el Liceo y casi todas las fuerzas vivas de la cultura coincidieron en la necesidad de reconstruir de inmediato el teatro por excelencia de la burguesía catalana, Lucas levantó la Voz. Reclamó ayudas que permitieran afrontar en serio la restauración de la catedral burgalesa, una joya del gótico construida entre los siglo XIII y XV y deteriorada por siglos de abandono. La polémica alcanzó cierto relieve, pero Pujol y Lucas demostraron que era posible cerrarla con inteligencia. El presidente catalán gestionó un concierto de la orquesta del Liceo en la catedral misma para recaudar fondos y asistió al acontecimiento. Lucas, a su vez, viajó a Barcelona y asistió a otro concierto de la misma orquesta para aportar fondos a la reconstrucción del teatro. Bajo la puerta de la catedral, Aznar retomó aquel episodio para ponerlo como ejemplo de la posibilidad de “una tarea de entendimiento claro” y apeló al espíritu de cordialidad con que entonces, “desde Castilla y León, desde Burgos” se reconoció la realidad singular catalana”.

Sobre tan escabroso asunto, ruego la lectura de una columna de Manuel Vázquez Montalbán, de la que reproduzco su principio: “Muy mal, pero que muy mal está el viejo asunto de la unidad entre los hombres y las tierras de España a juzgar por la hipersensibilidad con que algunos intelectuales orgánicos de la españolidad reaccionan ante todo lo catalán. No bien saciados de la reivindicación del genocidio lingüístico anticastellano, ahora arremeten contra la ayuda económica del Estado a la reconstrucción del Liceo barcelonés.” Y su apoteósico final: “Algunos catalanes ya han reaccionado rechazando la ayuda del Gobierno y proclaman que Cataluña se basta para convertir el nuevo Liceo en un proyecto nacional catalán. A todos los que creen en proyectos identificadores que pasan por desidentificar a los demás, les ruego que se lo piensen un poco antes de sacarse los proyectos de la bragueta. Víctima infantil del sentimiento trágico de la vida y la historia, a mis años no me siento preparado para asumir el sentimiento posyugoslavo ni de la vida ni de la historia.”

¿Responsabilidades por el incendio? Las reclamaciones, al maestro armero. Lean este pasaje de un artículo de Terenci Moix: “Como tantas cosas en este país, las soluciones se apuntan cuando ya no hay remedio. El señor Caminal [director del Liceo] y sus antecesores habían denunciado en numerosas ocasiones el lamentable estado del sistema de seguridad del Liceo. ¿Responsabilidad de la Generalitat, del Ayuntamiento, del Consorcio? De quien fueren, nadie las quiso y nadie las querrá. Es más rentable apelar al corazón del pueblo que recordarle su derecho a la indignación. Todavía estaba produciéndose el incendio y Jordi Pujol ya contaba habas. El cálculo resultó sorprendentemente rápido, y el presidente decidía el plazo de Inauguración del teatro y hasta el estilo que debe recuperarse. Semejante rapidez sorprende al cabo de tanta lentitud anterior. ¿Sería para compensar la desidiosa actuación de la Generalitat? Se me dirá que no hay tiempo ni dinero para todo. Es cierto: la Generalitat estaba muy ocupada traduciendo a Keanu Reeves o a Glenn Close al catalán.” Terenci estaba cabreado con el presidente de la Generalitat: “De momento, Jordi Pujol se ha arrogado el papel de defensor de la causa y ha dicho a la Reina lo que seguramente no procedía: “Esperamos inaugurar el Liceo antes que el Real de Madrid”.

Decididamente, estos hombres tienen más valor que el indio Jerónimo.”

La justicia, por su parte, empuró al soldador. Poco después de reinaugurarse el nuevo Liceo se celebró el juicio contra 6 personas: cuatro trabajadores del teatro y dos soldadores, pero al final, no hubo condenados.

Juan Carlos Blanco
El Pais

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