23
jun
2014

El Greco no murió en Toledo en 1614, por más que digan los libros de Historia del Arte. Como el fantasma de Elvis en las gasolineras de Tennessee, el espíritu del pintor cretense se dejó ver guiando a Manet por las salas del Prado en aquel viaje iniciático a Madrid de 1865; se sentó en las cervecerías de Múnich para espolear medio siglo después a los miembros del Jinete Azul; o compareció en el taller de Long Island de Pollock justo para el momento fundacional del action painting. Estas y otras apariciones alientan la exposición El Greco y la pintura moderna, con la que el Museo del Prado se suma hasta el cinco de octubre a las celebraciones del cuarto centenario de la desaparición del artista. Una efeméride que, en vista de lo mostrado hasta ahora (la exitosa cita de El Griego de Toledo y sus cerca de 250.000 visitantes, según la organización, la Fundación El Greco 2014, y La biblioteca de El Greco, que enfila en la pinacoteca madrileña su última semana), arrojará un retrato de su figura bien distinto y convenientemente limpio de tópicos; el pintor católico, cegado de espiritualidad y corroído por la ranciedad patriótica fue en realidad un artista cosmopolita de maneras filosóficas y autor de un corpus asombrosamente influyente en las vanguardias.

26 obras del Greco (entre ellas, excepcionales -y arduos- préstamos, como el tenebrosamente majestuoso Laocoonte, llegado de la National Gallery de Washington, o La visión de San Juan, del Metropolitan) se enfrentan en distintos grados de literalidad con más de 80 piezas de artistas del siglo XIX y primera mitad del XX. La intención del comisario Javier Barón, conservador del Prado, es la de probar que, una vez consumidos más de doscientos años de tergiversaciones históricas y malentendidos artísticos, resulta imposible exagerar el hechizo ejercido por el artista griego en el nacimiento y primeros pasos del arte moderno.

En ocasiones (y así se subraya en la muestra, levantada en colaboración con Acción Cultural Exterior y financiada por la Fundación BBVA), la influencia es tan palpable que se echa en falta uno de esos ingenios informáticos que permiten pasar de un cuadro a otro descorriendo una cortinilla invisible: asombrosas son las parejas formadas por El caballero de la mano en el pecho y un retrato de Modigliani de Paul Alexandre (1913); el Gitano (1915) de Delaunay y el San Sebastián pintado por el Greco trescientos años antes; o esa indisimulada versión de Adoración del Nombre de Jesús que Max Beckmann tituló en 1907 Estudio para La Resurrección I.

En otros casos, el ascendente, aunque innegable, resulta más latente, como en la contraposición de uno de los más célebres cuadros de bañistas de Cézanne (del museo de Orsay de París, una de las 40 ciudades prestadoras de la cita) con dos esculturas del Greco. La obra última del cretense está, según las conclusiones presentadas en la muestra, tras el credo en la belleza convulsa ansiada por los surrealistas. Y si su pincel fluido dio la razón retrospectivamente a los naturalistas estadounidenses como John Singer Sargent, que poseyó una versión de San Martín y el mendigo, frente a los dos originales que tuvo Degas, la particular concepción de planos, el sentido rígido de los pliegues y la cierta desidia a la hora de acabar lo empezado tuvo por fuerza que influir a Cézanne y la tribu de los cubistas, primero, y el orfismo, después.

Para unos y otros, el Greco representó el hallazgo de un artista desconocido, “transterrado a una nación antaño poderosa pero entonces periférica”, como era España. “Tuvieron con frecuencia la sensación de descubrir un tesoro casi oculto”, explica el comisario Javier Barón. De ese descubrimiento de una terra incognita también participaron los artistas españoles; desde aquella nación doliente, que se lamía las heridas del 98, el recuerdo de las postrimerías del siglo de Oro tal vez se asemejaba más a la añoranza de una república invisible que a una herencia real. Como buen ejemplo de ello y resumen del espíritu general de la muestra puede contar Mis amigos (1920-1936), dibujo inacabado de Zuloaga (a quien llamaban Le Greco en Francia). En él, el artista guipuzcoano retrata a algunos de los más ilustres miembros de la hinchada del cretense en aquel tiempo (Valle Inclán, Belmonte, Unamuno, Marañón, Baroja…) en una composición presidida por La visión de San Juan, adquirida por Zuloaga en 1905.

Los guiños metapictóricos al artista cretense fueron frecuentes en la época. Sorolla, que comparte habitación con su rival Zuloaga, retrató a los dos impulsores oficiales del rescate del Greco a principios de siglo: Manuel Bartolomé Cossío, autor de la influyente primera monografía sobre el artista, llamada a cambiarlo todo, y el marqués de Vega-Inclán, fundador de la Casa del Greco en Toledo. Y Picasso, gran estudioso de su obra, se caricaturizó como el cretense en una serie de dibujos y óleos de finales del XIX, que llegó a firmar como Yo, el Greco, pintor sobre el que volvería con la melancólica y serena gravedad que solo otorga la vejez en los setenta, hacia el final de su vida, con su serie Mosqueteros. El conjunto de obras del artista malagueño presentadas en la muestra funciona casi como una exposición dentro de la exposición, articulada en torno a la presencia de Evocación. El Entierro de Casagemas (1901), obra maestra del periodo azul, y a las (lógicas) ausencias de El entierro del señor de Orgaz, su inspiración, que no se puede mover de Toledo, y de Las señoritas de Avignon (emparentada con La visión de San Juan).

También hay lugar en la propuesta, compartimentada en épocas y lugares de influencia, para homenajear a los muchos y muy célebres extranjeros que situaron al pintor en el big bang de la modernidad: el coleccionista William Stirling-Maxwell, el estudioso August L. Mayer, Julius Meier-Graefe, gran introductor del Greco en Alemania, que comparece en la exposición retratado por Lovis Corinth, o Hart Benton, maestro de Pollock, que aporta un estudio geométrico de la Resurrección. Con todo, uno de los empeños mayores, como corresponde a los intereses de Barón, Jefe del Área de Conservación de Pintura del Siglo XIX, consiste en reivindicar que si el rescate internacional llegó tras la apertura en 1838 de la Galería Española de Luis Felipe de Orleans en el Louvre, en España le echaron cuentas al Greco ya desde el primer tercio del siglo XIX, como se demuestra al principio de la muestra y bajo la influencia de La trinidad, comprada en 1827 por Fernando VII para el Prado, que en 1902 le dedicó la primera gran muestra al pintor.

Lo que sigue tras esa introducción es un apasionante viaje en el que el color de las paredes (blanco crudo) y la nómina de los artistas representados (“¡bienvenida sea la vanguardia al Prado de la mano del Greco!”, ha exclamado su director, Miguel Zugaza, durante la presentación) producen un efecto de extrañamiento en el visitante despistado, que podría acabar por creer que se halla en otro museo.

Un contundente golpe de efecto aguarda hacia el final del recorrido para sacudir todas las ensoñaciones posibles. Bajo el lucernario del cubo de los Jerónimos, late, en cuatro paneles enfrentados, el corazón de la muestra: en torno al Laocoonte, La visión de San Juan, La resurrección y El bautismo de Cristo, se pueden contemplar en un barrido circular obras de Pollock y Orozco, Bacon, Saura y Giacometti, Kokoschka o André Masson. O lo que es lo mismo: la influencia del Greco en los expresionismos germánicos y del resto de Europa, en el surrealismo, en Estados Unidos, donde fue apreciado como un outsider del arte antiguo hecho a sí mismo, y en las figuraciones posteriores a la II Guerra Mundial, espacio que despide a los visitantes con un último guiño, no tanto pictórico como de justicia poética.

In memóriam José Álvarez Lopera, se lee en una de las paredes como recuerdo al conservador de la pinacoteca fallecido en 2008 y que fue, como han recordado Zugaza y Barón, el impulsor primigenio de este proyecto.

El Pais

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