12
nov
2014

El tren de Sarrià cruza la ciudad con una elegancia que no tienen las líneas de cercanías. Pero no es el tren, es la geografía: ese verde espeso y sano de un paisaje que no parece mediterráneo, esas carreteras dibujadas con bisturí, que no tocan ni una hoja ni una sombra. Es la zona de antiguos merenderos, donde la clase media de Barcelona, una clase media justita, sin pretensiones, iba a respirar y a comer costillas a la brasa con el vino en porrón. Las Planes, la Floresta. Hace años este tren tenía vagones separados por clases, eso indica a qué gente servía. Las estaciones son espacios umbríos, demasiado húmedos para ser cómodos. Estamos en Europa.

Bajo en Sant Cugat y enfilo por la “carretera” de Valldoreix. Me gustan las ciudades que conservan resabios de las comunicaciones ancestrales. Hoy es una calle comercial, encantadora, vivísima a según qué horas. El Monestir está escoltado por una plaza que llama la atención por su tamaño: esto es el centro de una población medieval y no tiene nada de estrechez. Me fijo en un ciprés de gran nobleza, escucho a una mujer argentina que habla por el móvil, “¿por qué no me avisás cuando salís?”, dice como propuesta, y todo está en calma. Entonces veo que los indicadores señalan el camino hacia Torre Negra, “parque rural”, anuncian. La Torre Negra que iba a ser urbanizada por Núñez y Navarro. Me dirá la alcaldesa que la cosa está salvada, y que habrá que decirle a la gente que eso obliga a una indemnización o a una permuta. “Las cosas tienen un coste”, advierte, sonriendo.

Mercè Conesa sonríe mucho. De hecho, está rodeada de un equipo joven, con predominio de mujeres, que también sonríe mucho. Ella es una mujer enérgica, de voz clara. Charlamos y me muestra un folio con tres dibujos que ejemplifican la evolución del gobierno municipal. “Me gusta explicar las cosas con dibujos”, aclara: primero hay un sombrero de copa, después un sombrero de fieltro, masculino, hemos pasado de la distancia reverencial a un cierto pacto entre el poder y la ciudadanía. Y al final un perfil de mujer, que representa la forma horizontal de tratar la cosa pública. Estamos frente a una nueva política, a una definición del poder que se apoya en la participación, y que está encarnado en mujeres jóvenes. Me viene a la mente la imagen de Ada Colau. O de Núria Parlón. Me viene la evocación de “buenos gobiernos” que hacía Ernesto Cardenal en un poema que habla del lenguaje y de las cartas de amor.

Hace años Pasqual Maragall le preguntó, enfadado, al periodista Bru Rovira por qué se había ido a vivir a Sant Cugat y este contestó: “Porque quiero que mi hijo vaya a la escuela en bicicleta”. La bici ha proliferado mucho pero Sant Cugat sigue siendo un estilo de vida. Cuesta entender que exista el paraíso en la zona metropolitana, tan castigada por el urbanismo fallido. Cuesta entender que aquí se hayan tomado las buenas decisiones en el momento justo, pero Mercè Conesa me lo explica con sencillez. “Estaba mal comunicado”, la vida antes de los túneles. Cuando Sant Cugat empezó a crecer, ya estaba asentado el concepto de calidad de vida y se podían modular las formas. Determinadas alturas en los edificios —”para que los vecinos se conozcan, eso da seguridad a los barrios”— y un pacto con los promotores para que pusieran más verde y mejor entorno. Nada de casas adosadas: pisos sólidos y elegantes. Y primero la escuela y después el crecimiento de la población. Barrios de silencio y pajaritos, barrios de familias jóvenes con hijos y perro. Barrios de profesionales y técnicos, gente de un cierto nivel.

Cuando la calidad estaba asegurada, llegaron las empresas del conocimiento, una franja tecnológica que se extiende como una bufanda al entorno de la Autònoma y el sincrotón Alba, aprovechando la sinergia entre aulas y despachos. Sant Cugat tiene un 8% de paro, y bajando. Pero es que todo aquí es inteligente: lo que se ahorra por eficiencia energética se invierte en servicios sociales. Las papeleras tienen sensores para saber cuántas veces al día se vacían, y la empresa concesionaria cobra por prestación: la ciudad está impecable. Y como Esade tiene un centro aquí mismo, los alumnos hacen prácticas de oratoria en los institutos: una se imagina una generación de dirigentes criándose en estas aulas luminosas. Es una gestión orgánica que reinvierte ahorros y beneficios en bienestar. Cuando un contrato supera el millón de euros, la oposición se sienta en la mesa que lo otorga: transparencia.

Descansados de los grandes problemas metropolitanos, porque no existen, aquí se están inventando nuevas formas de gestión. El éxito les resulta estimulante, como un corredor urbano que quiere ir más lejos más rápido. ¿Y qué no funciona?, pregunto. Responde Mercè Conesa, sonriendo todavía: “La Renfe. No es en absoluto competitiva”. Ah, claro: el viejo régimen se resiste a entrar en el paraíso.

El Pais – Opinión

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